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hs. El aḏān me sacó de mi sueño. Este
canto interpretado en árabe por el almuédano a viva voz convoca a los fieles
del Islam a la oración obligatoria o salat. A través de megáfonos repartidos por
toda la ciudad, su llamado es ineludible y se repite cinco veces durante el
día. Mientras los musulmanes se encontraban realizando la Salat Al Fayr u oración
del alba, yo me dirigía adormilada al lavatorio a quitarme las lagañas. Un
espejo árabe de dorada alpaca me devolvió mi cara, salpicada de algunas
pequeñas pústulas que le atribuí a las especias de oriente que ahora formaban
parte de mi dieta. Las paredes beige revestidas en cal le daban al baño un
aspecto frío pero elegante. Sobre la bañera de estuco había una pasta oscura que,
asumí, era jabón. Su color y forma intrigaron a mis sentidos, acostumbrados a
ver y oler barras blancas con perfume de rosas. La acerqué a mi nariz y
descubrí enseguida el aroma de las aceitunas negras. Una vez bajo la ducha, me
la apliqué en el cuerpo pero noté que no hacía espuma, por lo que deduje que
quizás su uso era otro. Más tarde Aisha, la amable mujer que hacía las veces de
recepcionista en el riad -aunque también se encargaba de la cena y del aseo de
los cuartos- me contó que se aplica luego del baño para exfoliar la piel.
Elegí los jeans holgados y las
zapatillas Adidas, salí de la habitación y me acomodé en el patio del riad BB
Marrakech para desayunar. Tomé un khubz,
lo unté con manteca y disfruté de un jugo de naranja recién exprimido. Todo
sabía delicioso, lo mismo que mi plan para ese día, ya que iba a visitar la
Medersa Ben Youssef y la famosa plaza Jamaa
el Fna. Repasé por última vez los caminos que debía tomar para llegar a ambos
lugares y decidí que iba a ir a pie. Engullí un trozo de jamón y saboreé mi
café con cardamomo aguantando, no sin esfuerzo, ese regusto dulce y resinoso
que persistió en mi boca un
buen rato. Admiré el alegre recinto, con su estructura de vieja casona. El
patio era el centro de aquella casa de huéspedes que no debía tener más de diez
habitaciones. La fuente blanca decorada con venecitas de un verde brillante parecía
ir a juego con los pequeños tajines de mi mesa, que momentos atrás refugiaban
las mermeladas de calabaza y dátiles. Las arcadas que recuerdan a las mezquitas
y los muros de tonos que evocan a la tierra y al desierto me sumergieron aun
más en la atmósfera local, así que sin demora salí a la calle.
Admiré el azul ensoñador del cielo y
confirmé aliviada que había elegido el atuendo ideal para aquella temperatura
tan agradable, propia de la estación de las flores. Comencé a andar por la
transitada Rue Koutoubia y experimenté la sensación de estar en otro planeta.
Uno de largas túnicas y de infusiones sin prisa. Mientras los hombres se relajaban
en los bares y conversaban ahogados en nubes de humo, las mujeres caminaban
como negros fantasmas debajo de sus niqabs. A algunas ni siquiera pude verles
los ojos. Más aún, ni siquiera un ápice de piel. Sus guantes y lentes de sol
oscuros terminaban la tarea del vestido, la de cubrir. No conocí su rostro, ni
supe su edad. Tampoco si eran buenas personas. Pero me apiadé de las pobres
criaturas que yacían debajo de aquellas telas. Solo las imaginé incineradas,
sucumbiendo al sol del mediodía.
Mientras intentaba hacer contacto visual
con alguna de ellas sin suerte, sentí un pequeño correteo a mis espaldas. Los
vellos de la nuca se erizaron al notar que los pasos venían hacia mí. Una voz sibilina
pronunció palabras que no entendí en mi oído derecho, al tiempo que sentí una
barba rozar el hombro. Era como si una culebra se deslizara por mi cuello con
su lengua viperina, lista para enroscarse en él y darme muerte. Las frases
salían hoscas de la garganta de aquel extraño, que me abordaba con un tono
sensual y a la vez repugnante. Su aliento fétido parecía impregnarse en mi
cabello. Para quitármelo de encima, crucé la calle. Mis mejillas hervían de sangre.
Ante la incredulidad por lo sucedido, se me atravesó la idea de que podía
llegar a ser un conocido. Volteé a mirar y aun estaba allí, de pie en la
esquina del Souk Laksour. Por supuesto, nunca antes había visto a ese hombre. (CONTINUARÁ)